Hace algunos días el mundo se conmovía ante la noticia de que unos hombres ingresaron armados a la redacción del periódico Charlie Hebdo y mataron a doce personas, entre empleados, personal de seguridad y visitantes. La revista es conocida por su línea irreverente y burlona, incluso hacia cuestiones para otros sagradas, como el Papa o Mahoma, y pronto se entendió que el atentado estaba relacionado a la publicación de caricaturas sobre el Profeta. La reacción mundial fue inmediata: con el slogan #JeSuisCharlie (yo soy Charlie, en francés), la comunidad internacional repudió el atentado. Sólo en Francia se calcula que 3.700.000 se manifestaron bajo esa consigna.
En los próximos días la violencia continuó, pero sobre todo otro hecho (tal vez más sutil) comenzó a observarse. Luego de la conmoción inicial, empezaron a alzarse voces sosteniendo #YoNoSoyCharlie. Es decir, condenando el atentando, pero repudiando también el estilo crudo y burlón con el que la revista se había referido al Islam. De hecho, la primera edición posterior a la masacre tenía nuevamente a Mahoma en tapa, lo que agudizó las críticas de este sector. El propio Papa Francisco hizo declaraciones en el sentido de que aunque condene los atentados, “golpearía a alguien si se mete con mi madre”. Aunque las declaraciones hayan sido en un tono informal, un líder tan hábil como Francisco nunca habla sin medir el impacto de sus palabras. No son pocos los pensadores de diversas religiones que sostienen que deben protegerse los sentimientos religiosos.
Ahora bien, el objetivo de esta breve reflexión es responder a esta pregunta: ¿cuál debería ser la reacción de un adventista (si es que hay alguna ideal) frente a esta situación?
Analicemos las posiciones. Quienes “no son Charlie” condenan el atentando… pero no tanto. De algún modo es como si dijeran “está mal que los maten, pero algo habrán hecho para merecerlo”. Desde luego nadie con cierto cuidado de su imagen pública diría esto, pero no creo que pueda interpretarse de otro modo expresiones como la de Héctor Guyot en el Diario La Nación, cuando dice que “no se trata sólo de una cuestión de principios o filosófica. Hay aquí algo más urgente: no conviene jugar con fuego. Y eso es lo que parece estar haciendo Charlie Hebdo”. Este modo de pensar puede resumirse más o menos así: hay libertad de expresión, pero esa libertad tiene límites. Uno de los límites es la ofensa a los sentimientos religiosos de los demás. Si, excediendo esos límites, alguien ofende la religión de otro, tendrá que atenerse a las consecuencias. No está justificado que los maten, pero… el que juega con fuego al final se quema.
Este modo de pensar no es novedoso. Es, en esencia, la piedra fundamental sobre la que se asentó el sistema de persecución medieval de las herejías, la caza de brujas en Salem, y la idea que permite que hasta el día de hoy existan leyes que penan la blasfemia en casi una cuarta parte de los países. No tienen tanta publicidad como Charlie, pero cada día seres humanos son azotados, encarcelados y hasta sufren la pena de muerte por expresar ideas religiosas (o antirreligiosas) que ofenden a otros. Leyes protegiendo los sentimientos religiosos existen incluso en países del primer mundo occidental, como España (donde afortunadamente casi no se aplican).
Los adventistas, por otro lado, creemos en la libertad religiosa y de conciencia en su sentido más amplio. Como tal, pensamos que la libertad religiosa implica la posibilidad de pensar (y decir lo que se piensa) sin temor a las represalias. Esto es especialmente importante para las minorías religiosas, ya que habitualmente los “sentimientos religiosos” que se protegen son los de la mayoría. El agudo lector me responderá pronto que el Islam no es una mayoría en Francia. Es cierto. El problema es que algunos se han acostumbrado tanto a imponer su forma de pensar y de creer en países donde son la mayoría, que luego encuentran muy difícil convivir en lugares donde están en una posición minoritaria. Los que somos minoría en todas partes, por otro lado, estamos de algún modo acostumbrados a la burla y a la descortesía; y podemos dar cuenta de que, aunque no es agradable, hemos sobrevivido hasta ahora.
Señala muy oportunamente Martinez-Torrón, en una nota que no hay que dejar de leer, que esto no significa que los empleados de Charlie Hebdo sean héroes. Significa, en cambio, que por irrespetuosos y ofensivos que puedan ser, nadie debería perder la vida (ni ninguna otra cosa) por expresar libremente sus ideas. Lo que no puede permitirse, en todo caso, es el hate speech: el discurso directamente encaminado a generar odio y violencia contra un grupo determinado. Lo que se protege en este caso no es el sentimiento de ese grupo, sino su propia integridad y posibilidad de existencia. La diferencia es clara: hacer una broma sobre una religión es de mal gusto, pero debiera ser legalmente aceptable; incentivar a la persecución o el odio contra un grupo religioso debe ser siempre un delito.
Es casi innecesario aclarar que lo dicho no implica apoyar ni compartir la burla hacia las creencias religiosas o las ideologías ajenas. Para ser totalmente claro, no me gustan las publicaciones gratuitamente ofensivas para los sentimientos ajenos, y mucho menos si esos sentimientos son religiosos. Se trate de ridiculizar a Mahoma, al Papa o al Dalai Lama, entiendo que ese tipo de material molesta y afrenta a otras personas, y por tanto no me interesa consumirlo. Pero hay un gran salto desde ahí hasta pensar en prohibir (o castigar) su publicación. Parafraseando a Pablo, aunque algo no convenga, no por ello deja de ser lícito. Lo contrario implica admitir que existe alguien que está en condiciones de analizar el buen gusto o la conveniencia de las ideas, y luego definir si han de poder expresarse o no. De allí a determinar que no puede predicarse un mensaje que no coincida con el de la mayoría, o que trabajar en el día que otros consideran de descanso ofende a la sociedad, hay un solo paso. Uno más pequeño de lo que algunos alcanzan a advertir.
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