miércoles, 20 de febrero de 2013

El debate sobre la difamación de las religiones (3ra parte)


Muchas veces ligado al debate sobre la difamación de las religiones se halla el asunto de las leyes que castigan la apostasía o la conversión. La relación es sencilla, y muestra los enormes problemas del concepto de "difamación de las religiones", que consiste en igualar a la religión con la raza. Aún cuando ambas son características personales sensibles, y constituyen categorías de riesgo frente a posible discriminaciones, existe entre ellas una diferencia fundamental: la raza no se puede modificar, mientras que la religión si. A menos, claro, que uno viva en un Estado que castigue la conversión.

Esta esta característica de la religión, la posibilidad de adoptarla, cambiarla o abandonarla libremente, lo que quita fuerza al argumento de que debe ser prohibida la crítica en contra de las creencias religiosas. Mientras que la raza no se elige, ni se puede cambiar -y, por tanto, podemos considerar socialmente disvalioso presentar críticas generalizadas basada en ella-, la religión se elige, se adopta. Esta posibilidad de elegir una religión (y su contracara obvia, la chance de negarse a adoptarla, cambiarla por otra o simplemente abandonarla) requieren que las creencias religiosas ingresen al "mercado público de las ideas" para ser discutidas. Esa discusión implica, no puede ser de otra manera, el desacuerdo y la objeción frente a las convicciones ajenas. El tono y los extremos en la expresión de ese desacuerdo son materia de una discusión muy compleja, que excede esto sencillos pensamientos, pero que no puede escapar al siguiente eje conductor: la libertad de expresión debe ser limitada sólo en la medida de lo estrictamente necesario.


La existencia de leyes contrarias a la conversión tienen una tristemente larga tradición en países de las mas diversas culturas. España y los países latinoamericanos, por ejemplo, han soportado durante siglos la prohibición de sostener una creencia religiosa distinta de la oficial. No obstante, con el transcurso del tiempo y el reconocimiento primero de la tolerancia y luego de la libertad religiosa, ha llegado a aceptarse que el hecho de cambiar de religión es un derecho fundamental de todas las personas. El art. 18 de la Declaración Universal de Derechos Humanos establece que "toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión", aclarando luego expresamente que "este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de Creencia".


Sin embargo, hay todavía una gran cantidad de países donde este derecho sufre serias restricciones. Se ha transformado ya en un ejemplo paradigmático la Ley de Libertad Religiosa del estado indio de Orissa, que castiga la conversión forzada de las personas incluyendo "la amenaza del desagrado de la divinidad" (No. 21, art. 3), una norma que parece favorecer a la religión dominante. Pero no es un ejemplo aislado. La tentación de "blindar" la fidelidad del pueblo a una determinada creencia religiosa -habitualmente la mayoritaria- es generalizada. Recientemente se han propuesto leyes similares en Sri Lanka, Pakistán, Bután, y la lista continúa. De hecho, Pew Forum informa que un tercio de los países del mundo tienen algún tipo de ley que obstaculiza el proselitismo religioso.


Muchos de estos países prohíben las "conversiones forzadas", un concepto en general oscuro. Otros castigan la apostasía, es decir, el abandono de la fe. Algunos otros impiden directamente el proselitismo religioso, por lo cual está prohibido intentar que otros adopten la propia fe. Así, por ejemplo, Libia, donde recientemente cuatro misioneros fueron detenidos por evangelizar. En todos los casos, el resultado es que se ve restringida la posibilidad de las personas tanto de elegir libremente qué creencia profesar (incluido ninguna), como de compartir con los demás cuáles creencias considera verdaderas.



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