martes, 19 de marzo de 2013

Una reflexión sobre las celebraciones públicas por la asunción del papa Francisco

De la designación de Mon. Jorge Bergoglio como Sumo Pontífice de la Iglesia Católica puede decirse de todo, salvo que ha pasado desapercibida. Las reacciones, muchas de ellas emotivas, han sido variadas: desde la enorme alegría y satisfacción del pueblo católico argentino, a la agria decepción de los sectores opuestos al antiguo arzobispo de Buenos Aires. Existe una expectativa generalizada, que torna en importantes los sucesos más intrascendentes, como la opinión del amigo de un primo de Bergoglio, las anécdotas del quiosquero que le vendía el diario o el número de socio del Club Atlético San Lorenzo.

En medio de tanta emoción, ocurrieron casi de manera imperceptible -salvo por algunas reacciones aisladas- algunos hechos que desnudan la realidad de las relaciones del Estado con la Iglesia Católica (y, por extensión o por omisión, con las otras confesiones). Quisiera detenerme en uno, relacionado a los festejos oficiales por la designación del papa Francisco.


Me resultó totalmente razonable que los fieles católicos -amplia mayoría en la sociedad argentina- expresaran su alegría saliendo a la calle, tomando las plazas, festejando en el obelisco. También parece justificado que viaje una nutrida comitiva oficial para la ceremonia de entronización, ya que se trata de un ciudadano argentino y del líder de la institución religiosa con mayor cantidad de fieles en el país. Pero cuando los espacios públicos fueron adornados por el gobierno con alusiones religiosas, y mucho más cuando el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y de cuatro provincias decretaron asueto escolar (para escuelas públicas y privadas) se traspasó una línea delicada. La neutralidad religiosa del Estado debe ser incuestionable, si queremos seguir sosteniendo que en Argentina hay libertad religiosa. Si al amable lector le parece una afirmación exagerada, lo invito a conversar con cualquier alumno judío, musulmán, protestante o agnóstico que hoy se quedó en casa porque asumía el papa católico.


La raíz del problema, creo yo, está en la definición del término "público". Algunos religiosos suelen alegar que existen corrientes secularistas que desean desterrar a la religión del espacio público. Yo no soy secularista -de hecho, soy religioso- y sin embargo quisiera desterrar a la religión del espacio público. Pero por espacio público no me refiero al espacio de uso común, la calle, la plaza, donde los fieles deben ser libres de expresar sus creencias sin más límite que las molestias que puedan causar a los demás. Antes bien, aludo a lo "público" en cuanto "estatal", aquél ámbito institucional que nos pertenece a todos -el juzgado, la escuela, el hospital- y que debe ser administrado de tal forma que no se perjudique o discrimine injustificadamente a nadie. 


Por eso, saludo y celebro las manifestaciones públicas de alegría de los católicos en iglesias, calles y plazas, pero lamento profundamente que nuestros gobernantes sigan reforzando la confesionalidad del Estado argentino. En tantas cosas somos vanguardia, en esto atrasamos 200 años.




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